No hay nada que impresione más a una cita sentimental o de negocios como catar el vino. Es un ejercicio supremo de refinamiento, y te deja a ojos de todos como alguien de mundo. Hay que gente que incluso se gana la vida comprobando la calidad de un tinto con cuerpo o la ligereza de un blanco.
Como todo lo relacionado con el gusto y el paladar, no hay reglas para probar un vino. Se trata esencialmente de desarrollar un estilo personal (o de fingir que lo tienes) que conjugue las tres pruebas esenciales que a las que debe someterse un vino: cómo se ve (su cuerpo), a qué sabe (su sabor) y que esencia nos deja (su bouquet).
Con ese fin, se realizan tres sencillas pruebas con el vino servido en la copa:
1. Sacúdelo suavemente
Y comprueba si se adhiere a las paredes de la copa, si tiene partículas, si es denso pero transparente y, sobre todo, el olor que emana en contacto con el cristal.
2. No lo bebas
Lleva la copa a tus labios y toma un sorbo sin beberlo. Deja que respose en tu paladar hasta que lo sientas entibiar. Los grandes profesionales lo escupen entonces. Es importante que si lo hace, no lo escupas de vuelta en la misma copa, sino en una escupidera que el camarero o el anfitrión te proporcionarán. ¿A qué sabe? ¿Cuál es la primera impresión que te produce entre los labios? La palabra que define al sabor de un buen vino es «equilibrio«.
3. Lo que queda
Como en el caso de los perfumes, un vino revela sus mejor bazas pasado un momento. Una vez que lo has bebido, deja en tu paladar un sabor distinto al que originalmente sentiste: a veces a frutas, a veces a especias… Nunca a madera (lo que indica que hubo errores en su elaboración) o a alcohol (lo que indica que tratan de venderte un vino barato). El bouquet es la estampa de una gran cosecha.
Y ahí tienes lo que hace falta para ser un gran catador.